El
lobo feroz estaba en crisis.
Retirado en un apartamento de dos habitaciones en el centro
de la ciudad se había ido olvidando del bosque, de cerditos, de las caperucitas
y de incautos caminantes.
El programa de reinserción social había sido un gran paso
después de que el R.D. 1/3018 aceptara a los hombres lobo como ciudadanos de
pleno derecho y el estado de bienestar se afanara en los programas de
reinserción social de esta minoría pseudo-étnica en riesgo de exclusión.
Reprimido su instinto por el alcohol y algún que otro opiáceo
intuía pasar las lunas, y las intuía porque desde su ventana en el centro de la
cuidad era imposible ver un claro de cielo.
Él no era un hombre lobo, era un lobo a secas, un lobo “desferocizado”,
un lobo aferoz al que nadie teme y se canturreaba la cancioncilla de Disney con
una mueca irritante ante el espejo “quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo…al
lobo feroz” y se dejaba caer en el sofá con un regusto en las entrañas a
frustración y apatía.
Un trabajador social le visitaba una vez al mes, era el único
momento en que ponía en orden su mundo (el exterior, claro): limpiaba la casa,
planchaba la ropa, sacaba del frigorífico toda la comida estropeada, lavaba los
cacharros, se deshacía de las botellas vacías, se lavaba y recortaba sus
melenas para tener una apariencia digna de un lobo metrosexual, que es lo que
se esperaba de él. El imbécil del asistente le traía un kit con comida y
millones de panfletos sobre cursos, trabajos y folios y folios de encuestas y
test que debía completar para asegurar a la sociedad que era un lobo
rehabilitado, feliz e inmensamente agradecido por esta oportunidad de cambiar
su vida.
El lobo es un ser de manada, en el bosque vivía con su
libertad coartada por los límites de la reserva, con una rutinaria vida: dormir
hasta tarde, correr un poco, buscar algo que comer y disfrutar de las noches
con su manada hasta regresar al amanecer a su guarida, así noche tras noche.
Un
día pensó que la civilización le haría libre, que disfrutaría de la gente, de
nuevos retos, de supermercados donde abastecerse de alimentos, de un trabajo
honroso y que en la noche podía seguir con su manada buscando lunas, pensó en
cómo sería follarse a caperucitas en lugar de comérselas, dictaminó
tajantemente que cuando se es un lobo feroz nada, por mucho que todo cambie, va
a lograr que pierdas tu animalidad arraigada genéticamente tras generaciones de
lobos feroces y documentada por siglos de devastadoras historias.
Pero
entonces el trabajador social llegaba mes a mes con sus encuestas y teorías y
sus mismas preguntas mes a mes: ¿cuáles son sus metas, sus objetivos de fututo?
¿quiere una familia, alguna mujer loba que le ocupe sus pensamientos? ¿qué
piensa hacer con su vida? ¿cuál es su nivel de satisfacción del programa?... ¿me
permite una muestra para asegurarnos de que no se ha comido a nadie?... sus
vecinos se quejan de mucho ruido por las noches ¿insomnio por la luna llena? ¿quiere
que concertemos una cita con el psiquiatra para tratar los trastornos del sueño?
¿cómo va la creación de esa red de apoyo, ha hecho amigos? bla, bla, bla, bla….
si hay un momento en que el lobo tenía que demostrar su rehabilitación era ante
la presencia de ese hombrecillo desgarbado con gafas de pasta y una torre de
papeles encima de la mesa, hablando y hablando, preguntando y preguntando. Dos
horas después recogía toda su palabrería y su papelería y se cerraba la puerta,
entonces el lobo se abría una cerveza y se arrinconaba en el sofá para entrar
en crisis y eso era algo nuevo para él. Se había enfrentado al hambre, la falta
de libertad, el celo, las trampas de los cazadores… pero no a esto: nada es
como debía ser (o eso es lo que le decía aquel insulso hombrecillo que ni
siquiera era apetecible), que no tenía nada de lo que debía tener, que ningún
objetivo estaba cumplido, ninguna meta alcanzada y nada loable estaba hecho.
Por lo visto simplemente vivir y sobrevivir sin grandes riesgos no es algo
aceptado.
Lobo
feroz-aferoz–manso sabía que eso determinaba que era un fracaso social y que en
el transcurso del tiempo en que había andado en proceso de desferocización todo
a su alrededor había seguido girando, que era tarde para muchas cosas y que ya
no tenía ganas de otras, que en lo que se dedicaba al autoconocimiento y la introspección
iba perdiendo oportunidades, era consciente de que estaba abierto a todo y
encerrado en sí. Sabía, o eso creía saber, que si un lobo feroz no es feroz no
es más que un perro de compañía que solo acude a recoger las migajas cuando el
amo lo llama.
Estaba tan seguro de sí mismo y su animalidad que cuando vio que
nada era como debía ser, entró en crisis.
Lo sé
porque vino a verme.
Que ¿quién soy yo? Soy la rana que convenció al lobo feroz
para que cambiara de vida segura de que si él podía convertirse yo podría algún
día transformarme en princesa.
Esto es lo que hay. Otro día, con más tiempo, os contaré cómo
caperucita terminó siendo una ramera.