Deshilachada noche tras noche,
con cabos enmarañados entre humo y sal.
Hibernando el verano,
porque el estío me hastía.
Los días se hacen largos
e ignoro qué hacer con ellos.
Las noches son pesadas
y te hacen tomar conciencia
de un cuerpo desplomado.
Los amaneceres precoces
me encuentran sin haberme acostado
y gritan al oído
lo que pudo ser y no ha sido.
Enmarañada noche tras noche
me empeño en solucionar tal enredo.
No tengo mucho tiempo,
apenas imperceptibles segundos
excavados en la inquebrantable roca
de la levedad de mi ser.
Y un amanecer te das cuenta
de que es imposible desenredar el ovillo.
Y un amanecer te das cuenta
de que ni siquiera hay tan solo una madeja.
Que esa maraña anudada en el estómago
tiene tantos cabos porque no hay un único hilo.
Tanto deshilachar las horas de la madrugada
se me han enredado las lunas llenas y las menguadas,
se me han entremezclado las estrellas de mi ventana,
las ramas del árbol reverenciado se han hecho raíces,
las arañas rojas han tejido sus tramas imperceptibles.
Y un atardecer te das cuenta
de que sigues sentada en la mesa
gastando insignificantes minutos
en desentramar
un hilo que no es rojo,
ovillos que no son de Ariadna
ni hebras de las parcas.