Empecé
a latir, eso dicen y a juzgar por los latidos debe seguir siendo cierto, un 22
de diciembre de 1980, siempre me hacen las mismas preguntas y mi madre está
cansada de que año tras año (y ya van 32) la pregunte si nací antes del gordo
de navidad y a qué hora, pero siempre se me olvida y todos los años, cuando
alguien me hace esa pregunta tengo que volver a confirmar los datos con mi
madre… quizá debería anotarlo de una vez, pero la verdad, es que llegué y me
importa bastante poco si había salido o no el gordo de la lotería, salí yo y a
mí eso me basta.
Me
bautizaron el 15 de marzo del año siguiente, esto sí lo sé porque lo anoté y lo
acabo de mirar (así que he hecho trampas). Poco más puedo contar
de los tiernos años de la infancia porque mi madre no sabía que iba a parir una
desmemoriada y dejó de anotar cosas en los libros y álbumes, y a mí se me han
olvidado sus respuestas.
El
resto de vida, son retazos que nunca sabré sin son ciertos o imaginados, porque
son imágenes creadas por los recuerdos de otros, o quizá por los míos, o por
algún sueño… hay pesadillas de la infancia que aún recuerdo nítidamente.
Luego
llegaría lo que ahora llaman preadolescencia, fotografías sueltas de amigas,
juegos, muñecas, regalos… curiosamente recuerdo quién me ha hecho casi la
totalidad de los regalos que tengo; campos, tierra llena de tabones y piedras, heridas
en las rodillas, los codos y la cara, árboles frutales, un pilón, la acequia y
sus asquerosos bichos en el agua, rostros de gente que no sé quién es ni cómo
se llamaba y como nos sucede a todos, recuerdos de hechos vergonzosos, porque
esos jodidamente no se van de la memoria aunque quieras echarlos a patadas,
empujones y tequilas.
En
la comunión me regalaron un diario, escribí 4 hojas y se quedó olvidado hasta
que me di cuenta de que si no escribía lo que me pasaba con los años se me iba
a olvidar todo, hasta que me di cuenta de que tenía que aprender a respirar de
algún modo.
Después
llegaría la adolescencia, el primer amor, podría buscar en los diarios las
fechas, pero lo cierto es que si esto son memorias y hay que hacer memoria, eso
sería hacer trampas y esta vez no voy a hacerlas. No recuerdo el primer beso,
ni el hecho en sí ni el con quien, será que no fue de película, aunque
seguramente lo tenga anotado. Si evoco el primer amor sólo me viene una imagen
a la cabeza, apenas puedo esbozar muchas más imágenes, pero sé que esa sensación sigue aferrada a
mi mano.
La
adolescencia… tormentosa y violenta, adolecente, como su etimología indica, en
lucha y búsqueda que aún perdura, llena de discusiones, inestables emociones y
definitivas verdades.
Mayoría
de edad… y el inicio de un paréntesis que duraría 10 años, llena de
experiencias nuevas, llena de temores aprendidos y de esperanzas ignoradas, de
conjuras y alianzas. Cuando lo evoco también recuerdo la imagen y la sensación
de ese primer momento, se han difuminado las palabras y los números, sólo
quedan en la memoria los gestos, el entorno y el sentimiento grabado en la piel
que humedece mi sexo. Turbulentos años (por lo grandioso y lo nefasto) en los
que sin duda amé, pero ante todo me perdí… hasta que me planté y decidí
recuperarme, no en vano, me había costado mucho llegar hasta ahí, como para
dejarme olvidada por caminos sin futuro alguno.
Y
cuando me bajé del tren de lo habitual y lo debidamente correcto me di cuenta
de que la estación estaba vacía, que ya todos habían sacado el billete hacia un
destino y que con las cuatro cosas que había recogido, no por salir precipitada,
sino porque lo demás debía quedarse donde estaba; digo que con las cuatro cosas
empaquetadas me quedé de pie al borde de una vía mirando un panel de destinos
que me resultaban poco apetecibles y absurdos para mi necesidad; decía que me
quedé durante años al pie de la vía, viendo llegar y marcharse rostros,
saliendo de vez en cuando de la estación para estirar el alma, y volviendo de
nuevo a leer ese monitor de destinos prefabricados y apática ante todos ellos.
Pero
al pie de las escaleras de los trenes también se vive, eso sí, acumulando
sensaciones accidentales, en tránsito y pasajeras, con el sosiego de la
imposibilidad de pertenencia, con la exasperación de atrapar frenéticamente las
horas, de beberse los minutos y la furia de extraer de cada impulso no menos de
3 latidos por segundo. Felizmente, aquí sigo, aunque siempre haya revisores
entrometidos que quieren echarte de tu sitio con sus preguntas y sus futuros y
sus normas sobre lo mundialmente establecido.
Pero
a mí no me sirven novelas, son demasiadas palabras, demasiados hechos, nombres,
vidas y sus historias que debes recordar … al fin, inexorablemente todo se me
diluye y olvida, a mí me bastan dos o tres versos para vivir, un
estremecimiento impregnado en el alma y la borrosa imagen de un momento. Mucha
gente no lo entienden, se enfadan porque se me olvidan las cosas, dicen que no
me fijo, que no me importa nada, que no puedo estar enfadada cambiar de
conversación y olvidarme de lo ocurrido, pero yo, a diferencia de ellos, sé lo
que a las personas que me rodean les gusta, lo que no les gusta, sus manías y
rutinas, cómo colocan esto o aquello, lo que les entusiasma y a lo que tienen
miedo, recuerdo sin esfuerzo sus pequeños detalles cotidianos, aunque no recuerde
su edad o si hemos hablado de lo mismo o cuando nos conocimos y entro en sus
vidas como en un baile, acoplándome a su danza con mi falta de ritmo y oído.
Hace
dos hora que me desperté y mientras me desperezaba en mi cama me vino la idea
de hacer mis memorias, recuerdo las sensaciones gratas de las horas anteriores pero no
ninguna idea, hoy por la mañana entre vuelta y vuelta de un domingo en la cama
pensé “memorias de una desmemoriada”, entre medias de esto he ido y venido, he
comido mientras escribía, he hecho la cama, sacado la comida a descongelar para
mañana, he hablado con amigos, escuchado sus problemas, me he tomado alguna
cerveza y fumado unos cuantos cigarros y seguramente mañana me pregunté en qué
estaba yo pensando cuando escribí estas palabras.
Definitivamente:
en todo y en nada.
No
hay más complejidad que la inhabitual simpleza de alguien que he conocido en
alguna parte en el letargo borroso y quimérico de una mañana de domingo.