viernes, 3 de septiembre de 2010

ERASE UNA PRINCESITA

Había una vez una Princesa, que no quería serlo y por eso a diferencia del resto de las princesas de los cuentos, ella se encerró en su castillo, aunque no tuviera un padre que era un rey severo, ni tuviera madrastra que quisiera quitarla del medio, ni hermanastras envidiosas de su hermosura. 
Y allí, desde la ventana de su torre más alta disfrutaba de aquello que la vida la ofrecía, feliz y tranquila porque nadie podía saltar los altos muros del castillo, ni podían derribar las puertas de bronce con las que se protegía, porque los peligros son muchos para una princesa que vive sola en un castillo. 
Muchos príncipes, de los que van montados en su caballo y tienen dorados cabellos a mechas, intentaban entrar en el castillo para rescatar a la Princesa, pero la Princesa no necesitaba que nadie la salvara, de ahí que su mayor lucha fuera el explicar que no necesitaba príncipes, ni caballos ni carrozas que la rescataran y el echar de su castillo a los vendedores de caricias, de noches gozosas y palabras en oro bañadas.

Un día tranquilo, la Princesa salió a dar un paseo por los bosques cercanos al castillo, se armó de su capa y con sus sandalias de deambular senderos comenzó a caminar por los verdes caminos que se bifurcaban en la entrada de su castillo. Y al poco tropezó con un Principito, aquella cara la resultaba familiar porque le había visto en varias ocasiones merodear por el castillo, observando los altos muros y escarbando distraídamente con sus dedos las piedras de la pared. Al momento se encontraron frente a frente, no hablaron, a lo mejor ni siquiera hablaban el mismo idioma. 
Anocheció y la Princesita volviéndose a cubrir con su capa se marchó al castillo. Pero al llegar  descubrió que la pared tenía una grieta, inmediatamente se puso a repararla, pues no podía permitir que hubiera un resquicio en su fortificación, a altas horas de la noche terminó su trabajo, pero ya se había colado un dragón por la rendija de su muralla. Desde entonces, el castillo de la Princesa dejó de ser el sitio seguro que había sido hasta ese momento y la Princesa, que no quería serlo, se dedica desde entonces a domesticar al dragón que se ha quedado encerrado con ella en su castillo, mientras mira por la ventana de la torre más alta para descubrir en la lejanía a ese extraño, que no tenía ni caballo, ni carroza ni rubios cabellos a mechas.