Adoro esos
días en los que todo parece llevarte al mismo punto y pensamiento. ¿Para qué
gran y loable hecho? Para nada. Simplemente para nada.
Es como un
ronroneo constante de aquello que te circula por la mente y que te hace saber
que ese es el hilo que debes hilvanar. Así se van uniendo pensamientos, tesis y
antítesis sobre una misma idea hasta que finalmente todo está ya preparado para
arrojarlo a borbotones.
Un
monotema que te enrolla, que te persigue y estrangula hasta que toma forma de
algo y que mientras tanto va enredado en el estómago como un sentimiento de un
no sé qué que qué sé yo que quiere salir y no sabe cómo.
El caso es
que sigo enredada y sin comprender las absurdas conexiones de mi mente, esas
que me hacen olvidar el título, autor, fecha y argumento de un libro, pero que
al volver a releerlo me llevan a mi primera lectura, al sitio, espacio y
emociones con las que por primera vez iba descubriendo esas palabras.
Recuerdo
(y cuando digo recuerdo quiere decir que lo veo tan nítido como en una
fotografía) haber leído este libro, hace por lo menos catorce años, en el
sillón verde (y no el que ahora está) de mi padre en la sala de estar, con las
rodillas dobladas y los pies descalzos sobre el asiento, dejando que los rayos
de sol entraran por la ventana y me calentaran, recuerdo la emoción de
averiguar por qué es un libro tan fascinante y mi conmoción al sentirme yo
entre esas páginas. Pero pasado el tiempo no recordaba su argumento, incluso
ahora que vuelvo a leerlo, recuerdo vagamente algún personaje, pero nada de la
trama, he olvidado su final y lo releo como un libro nuevo pero sentada en mi
sillón marrón con rayas naranjas y donde el sol apenas se acerca a rozar el
alféizar de la ventana, recuerdo desde el primer párrafo porqué lo sentí tan
mío y cierro los ojos porque me llega el familiar olor del sillón de casa de
mis padres. Disfruto de esta nueva lectura evocando aquel primer encuentro y
entonces dejo a un lado el libro para afanarme en comprender los extraños
cortocircuitos que se producen en mi mente, estos inconexos misterios que me
hacen olvidarme de informaciones relevantes de la vida, datos, conversaciones,
fechas… y que
sin embargo me enlazan a fragmentos etéreos y visuales. Esto es mi memoria,
esta es la armonía de mi conciencia.
A veces,
intento esforzarme por recordar las palabras de una imagen, cuando en ese
momento crítico te dicen “te
acuerdas de lo que te dije”…
y yo recuerdo el entorno, las posturas, el sitio, las sensaciones, hasta cómo
tintineaban las luces, pero soy incapaz de recordar las palabras… se me han esfumado y no las
alcanzo aunque consiga recordar el movimiento de los labios pronunciándolas.
Puede ser
que tenga algún sendero de la memoria cortado al tráfico, ya estuvo una vez la
aorta en obras, quizá por eso no se imprimen las palabras en el recuerdo. Quizá
sea que ya tengo tantas palabras en la mente que no caben más y por eso no dejo
entrar las ajenas, que mi sistema inmune las rechaza porque ya son demasiadas y
más palabras podrían provocar un atasco de dimensiones épicas y entonces las
palabras por crear y las palabras vividas se chocarían y provocarían un
apocalíptico colapso y ya no sabría las que me pertenecen y las que son
prestadas, porque no habría más que lexemas desmembrados por el suelo y sílabas
huérfanas y acentos viudos y polvo y ruido por todas partes y todo sin paz y
sin latido.
O quizá,
simplemente, es que sea tan desastre como dicen que soy.