Intentar
despedazar y encajar nuestros pensamientos y sentimientos es imposible… y al
final, abatido y magullado por la lucha te preguntas: ¿Y ahora qué?
Se
dice que el
corazón tiene razones que la razón no entiende, es posible…
Pero
después de estudiar las emociones y de seguir leyendo estudios y pedagogías de
la emoción y el pensamiento, he llegado a la conclusión, basada en un argumentum ad ignoratiam, de que me da
exactamente igual, porque... acaso ¿soy más feliz por proclamar mis emociones?
¿soy más fría por no hacerlo? ¿soy más o menos yo por pensar o por sentir?
Soy
yo o ol o oy o lo... simplemente soy enredadamente compleja.
Sabedora de lo
que siento e ignorante de lo que pienso,
porque es tan versátil el pensamiento
que no da tiempo a alcanzarlo y ya se ha modificado.
Hostiguemos
al maniqueísmo,
hay tantos matices y condicionantes en nuestro aliento…
cada
respiración es una cosa y la contraria,
es una lucha y una tregua,
una
rendición a veces…
un latido de sublevación y desacato,
una lágrima de adhesión
y éxtasis.
Y
es que el día que al levantarte, después de noches de reyertas, te dices: “es
cierto, esta es una gran verdad que tenía escondida, hoy la he encontrado, la
tengo, soy dueña de ella”… en ese momento, en ese “diminuto instante inmenso en el vivir”, has perdido toda la
autoridad sobre ella, se habrá esfumado en cada segundo pensado y
tanta fatiga no habrá servido para nada, bueno, para nada no, porque anudada al
pensamiento, habrá quedado el sabor de esa sensación, ese latir de lo sentido,
ese resuello de lo derramado.
Porque
al final, lo único que nos queda es el latido.
El palpitar incesante de nuestra
existencia
bañado de emociones y pensamientos,
de duelos y placeres,
de noches
de luna y borracheras.
Intrínsecamente anudado a nosotros,
imposibles de
desliarse sin deformarse,
sin desfigurarnos o falsearnos,
somos un todo
diminuto y ridículamente insignificante que se pasa noches en vela intentando
vislumbrarse frente a un espejo.
Y
al final ¿para qué?
Pues
para seguir existiendo, porque ¿qué sería de nosotros si no nos molestáramos en
intentar adivinar cuales son los límites de nuestro entendimiento? ¿Si no nos
sentáramos al cobijo para aspirar a poner nombre a cada vuelco del estómago y a
cada lágrima que se escapa? ¿Si no fuéramos ángeles
fieramente humanos que claman al borde del abismo?
Para
afirmar, con la última calada, que está bien, que en realidad, en el fondo, la
respuesta te es indiferente, porque lo que hoy es una verdad al tiempo es una
falacia, y no importa, porque es así como seguimos siendo yo y ol y oy y lo y mucho
más.